Mientras resuenan mis pasos en el empedrado de la mayor de las plazas cacereñas, desvío mi mirada desde el suelo protuberante hasta la majestuosidad de las almenas que coronan el Arco de la Estrella. Igual que ese camino, empinado pero glorioso, que debe seguir el cristiano para alzarse con la eternidad en el cielo, la escalinata previa al arco se hace costosa de superar, pero una vez vencida, me allego a un verdadero paraíso aquí en la tierra, que bien podría ser el que tenemos por gloria eterna, aunque le falta (y es lo único ausente) la contemplación de Dios. Una vez atravieso esa puerta de tan extraña pero fascinante factura, mis ojos se anulan por un instante para dar paso a una fugaz pero nítida imagen que me transporta en el tiempo, pero sin cambiar de lugar. En fracciones de segundo me he encontrado en el mismo sitio, pero rodeado de multitudes que corren en busca de un suceso un tanto fuera de lo común. Como si algo importante sucediese en la calle y los curiosos fuesen a verlo.
No comprendo lo que me ha pasado, ha sido como si hubiese tenido una visión. Decido continuar mi caminar de frente, sin hacer demasiado caso a ese pequeño fenómeno. Las grandes y llanas piedras de la calle Arco de la Estrella dan la bienvenida a mis pies, que agradecen un poco de regularidad en el pavimento, tras atravesar por el difícil suelo de la Plaza Mayor. Quiero detenerme a contemplar y saborear lentamente la belleza de la Plaza de Santa María, con su robusta concatedral presidiendo la escena. En pocos segundos la plaza, que hace nada estaba prácticamente desierta, se llena de personas ataviadas con túnicas que corren hacia la Preciosa Sangre, gritando “¡va por allí, por la parte alta!”. En fracciones de segundo desaparece el bullicio y yo, curioso, dirijo mis pasos hacia la Plaza de San Jorge, el patrón de la ciudad. Al doblar la esquina unos muchachos, vestidos con ropas harapientas y un extraño turbante, que vienen corriendo como diablos desde la cuesta del Marqués, casi me arrollan sin siquiera disculparse. Cuando les sigo con la mirada en su carrera hacia la Compañía, me percato de que la plaza del patrón está llena de gentes que conversan entre ellos algo exaltados. “Creo que ha sido el procurador” dicen unos. “Es un blasfemo, y el procurador no ha sido valeroso para castigarle en nombre del gobierno. Los judíos tenemos que darle su merecido” vociferaba un señor, que más bien parecía un actor que una persona normal de la calle, con unas barbas muy largas y un tanto enredadas. A mí todo aquello me parecía una de esas representaciones teatrales que desde el Ayuntamiento se programan para la atracción de turistas. No obstante, curioso yo y ávido de respuestas, imito la acción de los muchachos que me arrollaron en la esquina y comienzo a correr en dirección del gentío. Voy salvando mediante saltos los escalones de la cuesta de la Compañía de Jesús, subiendo hacia San Mateo, que es la parte más alta del Casco Histórico. En San Mateo el resuello se me agota y me detengo, obligado por la fatiga, a respirar un poco más pausadamente.
No entiendo por qué he corrido tanto si, total, los monumentos no se van a escapar de aquí. Pero la gente continúa a la carrera, y toman dirección a la Casa del Sol. Yo les sigo, tremendamente extrañado de la actitud de estas personas, e incluso de la mía propia. Me olvido de detenerme a contemplar las centenarias piedras y decido seguir la escena hasta donde me lleve la turbamulta. Cientos de gentes corrían delante, detrás y alrededor de mí. Sus túnicas cambiaban de forma continuamente con el frenético mover de sus piernas. La cola de sus turbantes ondeaba al desplazarse tan violentamente en el aire. No logro adivinar dónde está la razón de tan extraña representación, pero yo continúo mi particular carrera. En pocos minutos, llego a donde se agolpa una ingente cantidad de personas.
Es el Adarve, desde donde puedo ver, al otro lado de la calle, el Arco de Santa Ana. Un tumulto de curiosos personajes me separa del Adarve. Los que están atrás se alzan de puntillas y elevan la cabeza para lograr ver lo que fuera que estaba sucediendo en esa travesía. La curiosidad me corroe. Parece como si una extraña fuerza me impulsase a abrirme camino entre la multitud, y así lo hago. Cuando llego a primera línea, no hay nada. La gente mira hacia arriba, hacia el Adarve del Padre Rosalío. A mi derecha está el Rectorado de la Universidad, y a mi izquierda, el Palacio de la Generala. Mientras me extraño por la rareza de la situación, decido esperar a ver qué ocurre, si es que ocurre algo.
Como por inercia, dejo de mirar hacia la parte alta del Adarve, y me entretengo en curiosear los turbantes, las túnicas y las sayas de los hombres y mujeres que se agolpan en la plazuela.
En pocos minutos, la multitud ha cesado en su murmullo, y han dado paso a un silencio, como si estuvieran esperando el paso de una procesión que ya se acerca. En el momento me doy cuenta de que el cordón de un zapato se me ha desatado y me agacho, entre la gente, para rehacer el nudo. En el momento de levantarme, instintivamente alzo la mirada a la calle. Un hombre, de rasgos orientales, con la tez morena, una importante y afilada nariz, ásperos los cabellos y ensangrentado el rostro, arrastra una cruz de madera, enorme, de aspecto muy pesado. Sus hombros, morados y castigados, sangran. El rostro de aquel hombre está teñido por completo de rojo. Sus negras pupilas ya no están rodeadas de blanco, sino que se han inundado de la sangre que brota, como un manantial, de entre sus cabellos pardos. El hombre se detiene a mi altura. Mis oídos dejan de oír.
Todo lo que ocurre a mi alrededor se paraliza. Aquella especie de penitente gira la cabeza, la boca cubierta de saliva viscosa, blanquecina, los labios ajados, absolutamente deshidratado. Sus ojos, cubiertos de la sangre que cae por su frente, se clavan en los míos. Me ha traspasado. Es como si un desconcertante mareo se hubiese apoderado de mí en el mismo momento en que me mira. La sangre es tan real que parece que hasta pudiese captar su olor. Se va, caminando renqueante y lánguidamente, quejumbroso y moribundo, dirección Arco de la Estrella. Yo me quedo allí, mirando cómo su figura, con ese crucero aplastándole el hombro, desaparece al cruzar la puerta por donde, siglos atrás, transitaban los carruajes.
Al no comprender nada de lo que ha sucedido, me siento, aturdido, en el suelo de piedra, en el mismo sitio donde había visto pasar a aquel hombre. Hace un sol no muy asfixiante, pero sí bastante lozano. No obstante, a pesar de darle vueltas y más vueltas, durante algo más de hora y media, a lo que acabo de ver, no consigo encontrarle una explicación al suceso.
En un par de minutos serán las tres del mediodía y por ello decido marcharme. Mientras me levanto y camino hacia el Arco de Santa Ana para cruzarlo, el cielo se nubla súbitamente, y comienza una estrepitosa y oscura tormenta, con truenos ensordecedores de tal virulencia que hacen temblar el suelo bajo mis pies. Asustado, miro, desde lo alto de las Piñuelas, hacia la Plaza Mayor, donde hay tres hombres crucificados. Reconozco perfectamente la figura que se adivina clavada en la cruz que está en el centro. Ese mismo hombre me había mirado a los ojos un rato antes.
Por DAVID REMEDIOS SOLIS