Tantas veces la lluvia nos ha malogrado la visita a una ciudad! Encerrados en la habitación de un hotel, con el repiqueteo del agua arañando los cristales de las ventanas, la ciudad que codiciábamos se torna de repente desabrida e inhóspita, como una fiesta a la que no hemos sido invitados. A veces, para espantar la melancolía, probamos a pasear sus calles, armados de un paraguas; pero es un paseo acucioso, despavorido, que se refugia en los portales de las iglesias y en los veladores de los cafés, de repente contaminados por esa temperatura yerta de los velatorios. Pasear con paraguas es pasear sin cielo; y la ciudad que codiciábamos se convierte irremisiblemente en un sótano sin ventilación, maldito de los hombres y de Dios. Todo esto pensaba, apesadumbrado, mientras contemplaba a través de los visillos la escritura cursiva de la lluvia, llenando de palabras mudas la ciudad de Cáceres; y pensé que esa misma pesadumbre habría derrotado también a mi mujer. Pero me equivocaba.
Ella está mucho más loca que yo; quiero decir que es mucho más desprevenida y aventurera que yo: es mi hilo de Ariadna cuando me encojo desnortado; y mi Beatriz cuando la vida se pone cuesta arriba, tirando siempre de mí, en una fiebre de ascenso. Se empeñó en pasear por Cáceres, expuestos ambos a la lluvia incesante, como niños zangolotinos que se olvidan adrede el paraguas en casa; y yo accedí, por no desairarla. Esperaba mostrarle una Cáceres incendiada por la luz, con sus torres albarranas refulgiendo bajo el sol, sus iglesias como acantilados dorados, sus casas solariegas exultantes de matacanes y blasones orgullosos, su Plaza Mayor campesina y señorial, como una simbiosis de plaza colonial y plaza toscana, una sucursal del paraíso donde la vista y el ánimo se esponjan. Pero el sol se había exiliado aquella mañana; y, bajo la lluvia que nos iba calando, Cáceres era una ciudad inédita en la que podía volver a perderme, una ciudad recién inaugurada que celebraba la bendita locura de mi mujer.
Las calles se habían quedado desiertas, lavadas de ruidos, sigilosas como la lluvia que las iba bautizando a nuestro paso. La piedra de los palacios, que yo recordaba rojiza, había cobrado una cualidad oscura, como de tierra recién removida, y exhalaba su misma fragancia, expectante y núbil. La iglesia de San Mateo, en los altillos de la ciudad, parecía desmigajarse, empapada por el agua, y su espadaña semejaba una escalera en tránsito hacia la gloria; a su lado, la torre de Sande, tapizada de hiedra, cobraba el aspecto de un bosque vertical, custodio de secretos innombrables. En el cercano palacio de las Veletas, la balaustrada de cerámica brillaba como las charreteras militares; y en su aljibe, que tiene algo de mezquita náufraga o catacumba mora, el agua de la lluvia se congregaba mansa, con un rumor en el que parecía entrecruzarse un pentecostés de lenguas. Y, entre tantas lenguas, mi lengua aterida y torpe; y también la lengua absorta de mi mujer, como una plegaria en la sombra.
El recuerdo del aljibe se quedó dentro de nosotros, como una Atlántida de tímidos prodigios, mientras seguíamos paseando, bajo la lluvia que había dejado de empaparnos y ahora nos transmitía un calor intrépido, el mismo calor que debían guardar en el pecho los conquistadores extremeños, allá en el Nuevo Mundo, mientras desbrozaban selvas y fundaban conventos. Algo de ese calor se ha guardado en esta ciudad aguerrida y piadosa, hospitalaria y grave, que es la cifra más exacta del viejo temperamento español, con los pies afianzados en la tierra, que es el fundamento de las cosas destinadas a perdurar, y la mirada clavada en lontananza, en pos de la fe y el ideal. Por la tarde, en misa de vísperas, en la concatedral de Santa María, ante un retablo plateresco sin pinturas ni afeites que disfracen la majestad de sus tallas, acabé de entender el misterio de ese viejo temperamento español que halla su mejor refugio en la ciudad de Cáceres: robustamente plantado en el suelo, como una encina milenaria; y disparado como una torre hacia el cielo, porque en su corazón anida un pájaro. De noche ya, mi mujer y yo subimos la escalinata que conduce a la iglesia de San Francisco Javier. El agua bajaba en estampida, descalabrándose en cada peldaño, tumultuosa de Dios y de siglos; y era un agua de preciosa sangre que limpiaba los pecados y la pesadumbre. Pensé que Cáceres, bajo la lluvia, es la ciudad más llena de cielo del mundo; y mi mujer, apretada contra mí, pensó lo mismo, mientras nuestros pasos buscaban gozosos los charcos.
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